Había una vez un diplomático que se perdió por las cataratas Victoria de Zimbabue debido a los caprichos de la Reina Sofía. El mismo hombre tuvo que lidiar con el Papa de Roma y el Presidente Obama cuando le sacaron los colores por los líos que el gobierno español provocó en los asuntos bilaterales. El pobre se tropezó con mucho ego político de por medio.
Uno se imagina a un embajador como alguien que viaja en un coche oficial con matrícula diplomática navegando de croqueta en croqueta en un océano de intensa vida social. Pero la realidad nos refleja a un hombre orquesta, que debe repatriar cadáveres, ayudar a los negocios, fomentar vínculos culturales o organizar cumbres de paz en un tiempo récord.
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